Un ayuno de 24 horas provoca una serie de transformaciones metabólicas y celulares que reflejan la capacidad adaptativa heredada de nuestros antepasados, quienes enfrentaban largos periodos sin acceso a alimentos. Hoy en día, es habitual consumir alimentos durante unas 14 horas diarias, pero el cuerpo humano conserva mecanismos para afrontar la escasez energética.
Durante las primeras cuatro horas tras la última comida, el cuerpo utiliza la glucosa presente en la sangre como fuente principal de energía. A partir de la octava hora, al disminuir los niveles de glucosa, el organismo recurre al glucógeno almacenado en el hígado y los músculos. Hacia la duodécima hora, estos depósitos comienzan a agotarse y el cuerpo entra en un estado de cetosis leve, en el que las grasas corporales se transforman en cuerpos cetónicos, utilizados como energía por el cerebro y otros órganos.
Después de 16 horas de ayuno, se activa la autofagia, un proceso de limpieza celular mediante el cual el organismo recicla estructuras dañadas. Este mecanismo puede alcanzar su punto máximo entre las 24 y 48 horas de ayuno, y ha sido reconocido por instituciones como la Cleveland Clinic por sus beneficios para la salud celular.
Al cumplir 24 horas sin ingerir alimentos, la grasa sigue siendo la principal fuente de energía, y se observan mejoras en la sensibilidad a la insulina y una posible reducción de marcadores inflamatorios, especialmente en personas con sobrepeso o trastornos metabólicos.
No obstante, los efectos del ayuno prolongado varían según el individuo y dependen de factores como el historial clínico, la alimentación habitual y el nivel de actividad física. Por ello, los expertos recomiendan consultar a un profesional de la salud antes de adoptar este tipo de prácticas.
