Una nueva teoría científica acapara titulares al proponer que el universo tal y como lo conocemos puede no ser real, al menos no en el sentido tradicional. Para el físico Melvin Vopson, de la Universidad de Portsmouth (Inglaterra), hay indicios de que formamos parte de una gran simulación, en la que la gravedad funciona como un sistema de compresión de datos.
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La propuesta se detalla en un estudio publicado recientemente en la revista AIP Advances, en el que Vopson sostiene que la fuerza gravitatoria no es sólo una atracción entre cuerpos con masa, sino una consecuencia del intento del universo de organizar y optimizar la información que contiene. En sus palabras, el universo actúa como un inmenso ordenador, tratando de reducir la complejidad de los datos que almacena.
Según el investigador, este proceso sería comparable a lo que ocurre en los sistemas informáticos, cuando los algoritmos reorganizan y comprimen los códigos para ganar eficiencia. En este escenario, los objetos en el espacio se atraerían entre sí no por alguna fuerza mística, sino porque esto facilitaría el «cálculo» del sistema en el que nos encontramos.
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La teoría va más allá de la cosmología tradicional. Vopson propone que la información no es sólo una abstracción matemática, sino un componente físico real con masa y energía propias. Sostiene que las partículas fundamentales llevan datos sobre sí mismas y que incluso los bits, las unidades más pequeñas de información digital, tienen peso.
El físico ya había planteado esta hipótesis en estudios anteriores, donde introdujo la llamada «segunda ley de la dinámica de la información». Esta idea contradice los conceptos clásicos de la termodinámica al sugerir que, en lugar de aumentar, el desorden informacional (entropía) de un sistema tiende a disminuir con el tiempo. Para él, el universo busca constantemente un estado de equilibrio informacional, una especie de organización ideal, similar a la lógica que subyace a la programación informática.
Aunque la propuesta sigue generando debate y escepticismo, refuerza una pregunta cada vez más recurrente entre científicos y filósofos: ¿y si todo lo que percibimos no es más que una sofisticada simulación, construida sobre reglas computacionales que aún estamos empezando a entender?