Joe Arridy fue un joven estadounidense con una discapacidad intelectual severa —su coeficiente intelectual era de apenas 46, equivalente al de un niño pequeño— que fue injustamente condenado y ejecutado en 1939 por un crimen que nunca cometió. Acusado del asesinato y violación de una adolescente de 15 años en Colorado, Arridy fue llevado a juicio a pesar de no comprender su entorno ni las preguntas de los policías, y de haber sido inducido a confesar un delito que no entendía.
Durante su tiempo en el corredor de la muerte, Joe mostraba un comportamiento infantil: jugaba con un tren de juguete, pedía helado como última comida y nunca fue consciente de que iba a ser ejecutado. Este comportamiento le valió el apodo de “el preso más feliz del corredor de la muerte”, una etiqueta trágica que ocultaba una de las historias más oscuras de injusticia en Estados Unidos.
Décadas más tarde, investigaciones independientes revelaron múltiples irregularidades en el caso: otra persona había confesado el crimen, los testimonios eran contradictorios y no existía ninguna prueba que vinculara a Arridy con el asesinato. La evidencia apuntaba a que fue condenado por ser vulnerable y no poder defenderse.
En 2011, 72 años después de su muerte, el entonces gobernador de Colorado le concedió un perdón póstumo, reconociendo oficialmente su inocencia. Aunque el gesto llegó demasiado tarde para salvar su vida, sirvió como un intento de restaurar su dignidad.
Hoy, el caso de Joe Arridy es un símbolo internacional de las fallas del sistema judicial y de los peligros de aplicar la pena de muerte a personas con discapacidades intelectuales. Su historia sigue siendo un recordatorio contundente de que la justicia, cuando se equivoca, no solo castiga al inocente, sino que destruye vidas que jamás debieron ser tocadas.
